Su objetivo, dar un paso más y conseguir la máxima rentabilidad en los molinos. Cuenta la historia que en pleno siglo XVI, y con notables sequías ganando terreno en el interior de la Península, los lugareños confiaron sus mejores propósitos a enormes cilindros de mampostería coronados por aspas hechas de álamo negro. Eran tiempos de Don Quijote, donde no había espacio para enormes hélices de acero ni aerogeneradores vanguardistas. Cinco siglos después, la ley del dios Eolo sigue vigente: el viento golpea con fuerza y el ingenio del ser humano perfecciona los molinos pretéritos.
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